Capítulo 2
El recorrido hasta la
Elenita era corto. Arturo Cifuentes que había estado recientemente visitando
Londres, se dedicó a mantenerla entretenida. Era un hombre bastante agradable y
con un humor muy divertido aunque la ocasión no era muy propicia para las
risas.
El carruaje atravesó el
oscuro corredor al tiempo que aminoraba la marcha. El paso principal estaba
flanqueado por una fila de árboles a cada lado del camino y sus ramas se
entrelazaban entre si formando un túnel denso y oscuro repleto de sombras. Al
final del sendero, la gran puerta enrejada de la hacienda estaba iluminada por
grandes antorchas donde varios vigías de Don Alejandro, todos ellos armados,
esperaban a que la señorita regresara.
Y es que en Nueva Orleans
las revueltas estaban a la orden del día, otros hacendados menos afortunados
llegaban a ser saqueados y expulsados de sus propiedades.
En la oscuridad, la casa
alta de dos plantas se recortaba contra la luna. Era un edificio de líneas
rectas, de forma rectangular. En el centro de la hacienda se hallaba un gran
patio empedrado con una soberbia decoración andaluza, en su interior lucía una
hermosa fuente donde sus aguas cantarinas rompían el silencio al caer sobre un
mosaico de azulejos.
Patricia se había
sorprendido al ver la propiedad por primera vez. Había imaginado una mansión o
incluso un rancho, ya que Don Alejandro no solo se dedicaba al cultivo, si no
que poseía animales, sobre todo caballos de casta. Sin embargo aquel lugar le
hacía sentirse en su propia casa, como si tuviera un trozo de su España entre
los muros de arenisca rojiza. La edificación era un elegante cortijo.
Patricia acompañó al
licenciado hasta la biblioteca, el sitio preferido de Don Alejandro y donde
mayor tiempo pasaba.
—Buenas noches, un caballero quiere pasar a
saludarle tío— avisó Patricia, metiendo la cabeza en la sala.
Alejandro Mayor estaba
sentado en un cómodo diván leyendo con interés una de sus novelas de misterio.
Levantó la cabeza hacía ella arqueando las cejas con intriga.
—Se trata de Don Arturo Cifuentes.
—No me llame Don, por favor, solo Arturo—dijo
el hombrecillo, ingresando tras de ella en la estancia.
—¡Ah! ¡Arturo! —Alejandro se levantó con
agilidad para saludarle. —Ya sabes que no necesitas presentación para entrar en
la Elenita. Bienvenido seas.
Ambos hombres se saludaron
con sendas palmadas en la espalda.
—Se te ha echado mucho de menos por estos
lares. Toma asiento Arturo. ¿Cuándo llegaste?
Patricia interrumpió la
respuesta, adelantándose:
—Yo me voy a mi dormitorio y les dejo para que
charlen tranquilamente un rato. Estoy cansada y después de lo que ha ocurrido…
—Adrede dejó la frase sin terminar. Sabía que Arturo se apresuraría a
explicarle a su tío lo acontecido.
—¿Qué ha sucedido?
—Han asaltado la casa del senador Morgan
durante la reunión. El Cóndor negro y sus secuaces esta vez se han arriesgado
demasiado.
—¡Pero eso es horrible! ¿Te encuentras bien
sobrina?
—Si claro, el señor Arturo ha sido de lo más
amable. —Le hizo una reverencia, cogiéndose las abultadas faldas. —Espero verle
pronto.
—Yo también señorita Rey.
La joven caminó hacía su
tío y le besó en la mejilla.
—Buenas noches, que descanses.
—Igualmente Paty.
Patricia los dejó
enfrascados en una conversación que derivó a política. Ella recorrió el pasillo
de vuelta y de una carrera llegó hasta las caballerizas. Solo
una pequeña lámpara de aceite sobre un bajo muro iluminaba el lugar.
—Paco ¿Estas por aquí? —susurró, buscándolo
con la vista.
—Estoy aquí, señorita—contestó el muchacho,
saliendo de un oscuro rincón donde se había tirado a dormir. El joven no tenía
más de trece años. —¿Necesita algo?
—Si—le cogió de la muñeca y lo arrastró hacía
el pequeño despacho ubicado en los mismo establos.— Debes hacerme un recado muy
importante. Necesito que entregues algo a la señora Valeria.
—¿Ahora? —el muchacho se restregó la cara
intentando despejar el sueño que tenía.
—Es muy importante Paco. —Aquel muchacho era
el único que conocía sus secretos. Le consideraba su amigo aparte de ser su
chico de los recados, y él, en su joven inocencia, se creía enamorado de ella y
acataba sus órdenes sin rechistar. Le gustaba sentirse útil luchando por la
causa. Patricia sacó del cajón los útiles de escribir y en unos minutos guardó
la carta en un sobre. —Necesito que esperes una respuesta y sobre todo que no
te vea nadie. Si te cruzas con algún oficial ten mucho cuidado.
—No se preocupe señorita, me fundiré con las
sombras. Nadie me verá.
—Lo sé. —Patricia se inclinó ligeramente y le
propinó un beso en la mejilla. Paco enrojeció.
Los soldados franceses se
desplegaron por las silenciosas calles de Nueva Orleans en busca de los
forajidos. Recorrieron todas las tabernas y tascas de la ciudad sin hallar al
responsable del asalto.No era fácil dar caza al Cóndor negro. Era un hombre muy
listo e inteligente al que además protegían los ciudadanos con ahínco.
Valeria recibió a la guardia
con los labios fruncidos. Le desagradaba tener esa calaña en su local. Dejó que
los hombres recorrieran la instalación haciendo notar lo ingrato que le
resultaba y cuando por fin se marcharon, la mujer descendió hasta las bodegas.
Allí abrió una trampilla que llevaba directamente al infierno de la tierra.
Cerró tras ella y caminó hasta la pequeña sala donde varios hombres jugaban a
las cartas.
Valeria, con las manos en
las caderas, observó el botín que el Cóndor negro y sus hombres habían dejado
en la mesa al descuido. Las joyas atrapaban las luces de las mechas que
refulgían en el lugar.
—De modo que has regresado—dijo acercándose
hasta la mesa.
El Cóndor negro asintió
sin levantar la vista de sus cartas.
—¿No te encanta mi visita Valeria?
—No cuando haces que todo el ejército entre en
mi casa—respondió.
El Cóndor negro la miró
con una sonrisa aniñada y el enfado de Valeria desapareció en el acto. Ese
hombre era irresistible y encantador cuando se lo proponía. De eso se valía
para salirse siempre con la suya, de eso, y de las buenas propinas que dejaba
en el «tuerto».
El Cóndor negro tiró sus
naipes sobre la mesa y se puso en pie para abrazar a la mujer con cariño.
—¿No me digas que no me has echado de menos?
—Hemos tenido una temporada muy tranquila sin
ti. —Valeria sonrió al bandido, –me alegro mucho de que hayas regresado, Cóndor
negro. Espero que tengas buenas noticias. —Saludó al resto de los hombres entre
risas y abrazos. Todos ellos eran amigos de la infancia, se habían criado juntos
y habían soportado más de lo que muchos hubieran hecho. Habían
visto como su gente era apresada bajo falsas acusaciones, como subían los
impuestos y echaban a las personas de sus hogares, como se iban apoderando de
sus tierras y las riquezas que con tanto esfuerzo habían levantado en el nuevo
continente.
—Todo marcha viento en popa. En cuanto
tengamos los diamantes en nuestro poder haremos el intercambio. Hasta el
momento solo hemos conseguido unos cajones de armas, el resto irá llegando en
los próximos meses.
—¿Y cómo va lo de los diamantes? —preguntó uno
de los compañeros del Cóndor negro.
Valeria intentaba no
mirarle. Jhon Bardot gustaba de vestir el uniforme francés durante los asaltos,
en más de una ocasión le había servido para pasar desapercibido por las calles
de la ciudad. Valeria odiaba aquella ropa con todo su ser.
—Lo tendremos pronto. —No quiso explayarse en
el tema. No podía decirlos que la señorita Patricia Rey Castro se había unido a
sus filas. Era su amiga y le debía lealtad por todo lo que estaba haciendo.
Había prometido protegerla y lo haría con su vida si fuera necesario. Patricia
no estaría envuelta en esa lucha de no ser por ella. Y el Cóndor negro, menos
que nadie, vería muy mal aquella intromisión. —Voy a bajaros algo de comer y de
beber.
Los hombres volvieron a
reunirse en la mesa y ella se marchó por donde había venido, no sin antes pasar
cerca del botín. Estaba feliz de que el Cóndor negro y sus hombres estuvieran
por allí otra vez.
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