Las sombras del limbo.
(Inicio)
Jai leen atravesó el
largo corredor, de altísimos techos, en una ligera y silenciosa carrera escondiéndose tras las columnas de mármol por
si alguien la descubría. El fuerte aroma de lilas impregnaba cada hueco, cada
sala del amplio palacio. Su excelencia Caitlin adoraba esas flores, tanto que
solía adornar los cabellos con ellas. Las mayorías de sus túnicas así como las
de Jai leen oscilaban desde el blanco hasta el morado más fuerte, siempre en la
misma gama.
Sus sandalias blancas
apenas hicieron ruido en el brillante suelo.
Otra vez había desobedecido las órdenes de su padre y la última vez que
la pilló logró asustarla de verdad. Había pensado que por una vez no sería
capaz de saltarse el castigo, los ruegos y las promesas habían quedado
desfasadas hacía años, ahora utilizaba otros métodos, las excusas.
Las excusas, muchas
veces eran efectivas para librarse de los enojos de su padre, su madre Caitlin era
diferente, ella no se tragaba sus cuentos y siempre sabia cuando mentía o
escondía algo o cuando ese día se había portado de modo ejemplar. Las excusas
fueron inventadas por los mortales y Jai leen se sentía tan fascinada por ellos
que lo que mayormente hacía era aprender de sus costumbres. Después de todo no
eran tan distintos, quizá con menos poderes y algo más débiles pero por poco
más se diferenciaban. Físicamente eran iguales, pero la mentalidad de la gente…
demasiado liberales, permisivos. No podía entender que en una relación
sentimental, el amor se pudiera acabar de un día para otro.
Jai leen se aplastó
contra la pared al escuchar los pasos que se acercaban. Iban demasiado rápido
por lo que pensó que la habían descubierto. Aguantó la respiración con fuerza y
se colocó en el estrecho hueco que había entre la columna y la pared. La corta
túnica que la cubría era tan blanca como
el mismo muro.
Un soldado de la
guardia de protectores de almas pasó ante ella como una exhalación. Era el
riguroso Humbert que caminaba a un paso desacostumbrado, por regla general
tardaba su buen tiempo en recorrer las estancias y esta vez había sido visto y
no visto.
¿Habría pasado algo?
Escuchó los gritos
antes que un humo blanco y denso se deslizara como una serpiente por las losas
del frío suelo para ir ascendiendo de modo envolvente y con bastante celeridad
hacía los techos de palacio, formando una gran espiral opaca.
Jai leen salió de su
escondite y trató de acceder a la sala principal, de allí provenían los
chillidos de su hermana y su madre, pero también de la humareda que cegaba sus
ojos y obstruía sus vías respiratorias.
Nerviosa y asustada
llamó a la guardia entre gritos mientras intentaba contactar con su familia.
No supo cuando los lamentos del interior
cesaron.
Los hombres del Rey
llegaron con una carrera perfecta de dos columnas por persona, todos al mismo
paso con una coreografía bien estudiada y ahogando los ruidos de todo lo demás
al golpear fuertemente con las gruesas botas en el suelo.
Una vez que averiguaron
de qué se trataba perdieron el orden y mientras algunos arrancaban las
colgaduras que pendían de la entrada, otros corrieron en pos de cubos de agua
para evitar que el fuego se extendiera por el resto de las dependencias.
-¿¡no va a entrar nadie!? – gritó Jai leen con
desesperación viendo el ir y venir de los guardias. La escocían los ojos, que
ya de por sí lloraban sin control. Apenas podía respirar y los pulmones
comenzaron a quemar dentro de su pecho.
Sintió unas fuertes
manos sobre sus hombros y ella giró mirando fijamente al hombre. Él era
Humbert, el máximo Büyük Ege de la guardia (el gran guardián) y por ende el que
debía proteger a su padre, también era el que probablemente había prendido
fuego al lugar siendo el último en salir. ¿Por qué? Se suponía que el Büyük Ege
era el principal encargado de custodiar al protector, y su padre, era el máximo
represente de todos los demás protectores.
-Es demasiado tarde Kauri Jai leen, retírese a
sus aposentos hasta que todo esto acabe – la dijo con mirada preocupada. –
¡Sacha! llévala contigo y protégela con tu vida.
-¡No me quiero ir! – gritó la joven con voz
ronca y ojos desorbitados. ¿Por qué nadie se atrevía a entrar a la sala? Allí
estaba sus familiares, ellos eran la realeza, el poder supremo del clan de
protectores de almas. Eran Kauris.
Los hombres comenzaron
a toser, el calor acompañaba la densa niebla y dentro de poco dejarían de ver
con claridad.
Jai leen gritó entre
sollozos, la habían cogido en brazos y corrían con ella con prisa.
-Ha sido Humbert – dijo con un gemido
lastimero. Perdió la consciencia antes de darse cuenta que el guardia evitaba
la escalera y la sacaba directamente al exterior.
El hombre observó la
anche calle con la joven Jai leen sobre su hombro. Tenía en mente repitiendo una
y otra vez las palabras de la princesa de Kauri “Humbert era el culpable”
No supo porque no dudó
de ella y prefirió ni siquiera plantearse lo ocurrido, tan solo era consciente
de que probablemente ella era la última y única descendiente del reino de Kauri
y debía protegerla con su vida. Si aquello era un complot para acabar con la
dinastía él debía poner tierra de por medio y alejarla todo lo posible del
lugar. Los Kauris no podían perecer en el olvido.
La gente comenzaba a
salir de sus residencias alertados por el humo proveniente de palacio, algunos
corrían avisando a los que aún no conocían la noticia, una gran mayoría de
aldeanos se afanaron por salvar los muros evitando que las llamas lamieran cada
rincón del vasto imperio. Gritos de angustia y chillidos lastimeros inundaron
la avenida.
Sacha aprovechó el
bullicio escabulléndose hacía la parte trasera del templo, allí los mercaderes
siempre dejaban sus carros y debía haber alguno con el que pudiera salir de la
ciudad. El pequeño cuerpo de Jai leen, inerte entre sus brazos, era liviano.
Una muchacha demasiado delgada para soportar la carga que se avecinaba.
¿Cuántos años tenía, doce o trece? Era demasiado joven para encontrar el
protector que se convirtiera en su esposo, o los protectores…
La calle estaba repleta
de carretas, algunas ya tenían la carga completa, lanas, aceites, olivas,
trigo… Sacha corrió hacía una que apenas tenía mercancía, el buey estaba
colocado para salir. Agradeció a los dioses su golpe de suerte. Si alguien le
hubiera detenido habría reconocido a la princesa Jai leen por el brazalete real
y él estaría siendo acusado de traición al máximo halam.
Los alaridos de terror
fueron más intensos. “el fuego devora el palacio” gritaban asustados.
Desde la parte trasera
del templo, a través de las numerosas columnas que rodeaban al edificio de la
Diosa Gea, se alcanzaba a ver las lenguas ardientes de las llamas y las altas
pilastras de humo elevándose al cielo.
Acomodó a la princesa lo mejor que pudo y
tirando de las cinchas del animal le obligó a salir de la ciudad por la vía de
los mercados.
Multitud de personas se
arremolinaban en las calzadas impidiendo un andar ligero pero Sacha, con mucha
maestría y armado de paciencia llegó hasta el puerto.
Si el Büyük Ege Humbert
se enteraba de su traición lo mandaría sacrificar igual que un cordero, y por
supuesto se enteraría en cuanto se diera cuenta de la desaparición de Jai leen
y la suya propia. No tenía más opción que buscar seguridad en Urano.
1
Shura se inclinó hasta
sentir bajo su frente el frio suelo de mármol. Podía presentir la fuerza del
aura y su luz a pesar de tener los ojos cerrados. El calor que irradiaba era
inconfundible.
Escuchó un murmullo
tras de sí, voces que llegaban lejanas haciendo eco en la gran sala del Dios
Urano, hijo y esposo de Gea, la madre tierra.
No se atrevió a
levantar la vista ni intentar observar lo prohibido por mucho esfuerzo que la
costase no mirar. ¡Y costaba! Había escuchado a Gea hablar sobre la puerta
estelar o ventana de cotilleo como decían últimamente. Los mortales Vivian al
otro lado y a ella, hija de una sierva esclava, no se la permitía mirar.
Tampoco podría estar
allí, en la sala de Urano, de no ser que fuera a limpiarla, pero en aquella
ocasión el mismo Dios la había mandado a llamar. Era la primera vez. Nunca el
Dios se había dirigido a ella personalmente.
El santuario de Annemí
era el lugar donde Urano daba su veredicto sobre alguna petición, ya fuera de
perdón como de favor. Era una de las galerías más grande de Palacio que se
sustentaba por altas y gruesas columnas marfiles y el piso reflejaba el lugar
como si se tratara de un espejo. Los techos altos terminaban en una cúpula de
vidriera digna del mejor arquitecto de todo el Peloponeso.
El templo tenía acceso
directo al exterior, a los verdes prados de Argos y los hermosos jardines que
la misma Gea se encargaba de cuidar.
Shura no estaba
preocupada de estar allí, al contario, llena de curiosidad. Respiró con
dificultad, la postura era molesta y los huesos de la espalda parecían
estirarse provocando pequeños y dolorosos pinchazos. Escuchó unos suaves pasos
que se acercaban y aguantó la respiración. No podía ser otro que su señor.
-¡Shura! – Llamó el
hombre – Mi tiempo es oro y lo que te tengo que decir no va demorar. –Su voz
fuerte era inconfundible, casi temible cuando llenó la sala –Levántate.
La joven tembló.
¡Levantarse! Sus piernas obedecieron con rapidez y bajó la cabeza evitando
mirarle. Por el rabillo del ojo sentía el fulgor del aura, un gran aro con una
luz incandescente, casi cegadora. Alzó los ojos tan solo unas décimas de
segundo. Urano ante ella, envuelto en una larga túnica azul parecía estudiarla
con paciencia.
El hombre era un
gigante de dos metros y cuerpo robusto, más bien obeso. El cabello largo y
blanco caía sobre su espalda enredándose con una barba que le cubría la mayor
parte del rostro.
-¡Shura! Tengo una misión especial para ti.
Gea me ha convencido de que podrías ayudarnos.
-Claro mi señor –
asintió sin levantar los ojos. ¡No era normal que alguien de su posición
pudiera ayudar al dios del firmamento! La curiosidad anidaba en la boca de su
estómago con impaciencia. - ¿Qué podría
hacer yo?
Urano caminó ante ella
en silencio, sin dejar de observarla.
Hacía fresco en la sala, como en todo Argos.
El momento más cálido era cuando abrían la puerta estelar, lo que no hacían muy
a menudo, por lo menos los Dioses que se entretenían con cualquier cosa. Gea
sin embargo, adoraba la ventana cotilla, hablaba con sus amigas de los mortales
y reían con sus aventuras, otras lloraban por las mismas.
- Por algún motivo
especial, mi Diosa piensa que serias perfecta. Descenderás al mundo de los
mortales y después de cumplir con la misión serás libre.
-¡¿Qué?! – Shura le miró sorprendida por unos
segundos y volvió a inclinar la cabeza. ¡Ese era al sueño de cualquier siervo!
¡Conseguir la libertad y vivir en la in mortalidad sin volver a servir! ¿Solo
por qué? ¿Por vivir entre mortales durante…?
Entre mortales… ¿Cómo
vivirían los mortales? ¿Cómo sería el mundo actual? Ya estaba deseosa por partir.
Una vez conseguida la libertad se marcharía a vivir en Eretría junto con
algunos familiares.
- La misma Gea te
ayudará en tú instrucción. Aprende rápido Shura y no nos falles. – Urano se
acercó hasta ella y tomándola del mentón con una enorme mano de gruesos dedos,
la obligó a levantar la mirada – Mira la ventana – la indicó.
La muchacha apretó los
labios con fuerza. Deseaba observar y sin embargo temía hacerlo. ¿Y si no la
gustaba lo que veía?
¡No podía ser tan malo,
Gea se divertía mucho!
Despacio, buscó el
gigante halo y se cubrió los ojos con las manos ante la brillante luz. Insistió
abriendo ligeramente los dedos para mirar entre ellos y la vista se fue
adaptando sin ningún problema.
Exclamó anonadada. Los
labios entreabiertos y olvidada su respiración. Sus ojos grises brillaron
emocionados.
Se acercó un poco más,
veía a personas igual que ellos. Sus ropas eran extrañas, al punto de
extravagantes y se movían… ¿Qué serían esas cosas con aros que se deslizaban
por los caminos?
El mar, el cielo, la
tierra, todo era igual, pero los edificios modernos de líneas rectas y
aburridas entre las casitas blancas de tejados color sangre. ¿Y esas
embarcaciones? ¿Que serían?
Pasaba los ojos de un
lado a otro mirando con detenimiento, arrobada ante la grandeza del ser humano.
Todo era nuevo para ella, espectacular.
Tenía tantas preguntas…
deseaba saber tanto….
Sin apartar los ojos de
la ventana, tragó con dificultad:
-¿Yo iré allí, mi señor?
- Acompañaras a Kauri
Jai Leen, cuidaras de ella hasta que cumpla los veinte años de edad y
regresareis aquí donde la joven será desposada con el protector de su elección.
– Urano caminó hasta colocarse tras su espalda.
La muchacha asintió. No
estaba muy convencida sobre que tenía que hacer o a quien debía acompañar, pero
haría lo que fuese por conseguir su libertad.
Por otro lado echaría
mucho de menos a la Diosa de la madre tierra a quien llevaba sirviendo desde la
niñez.
- Tienes que cumplir con tu cometido, asesora a la princesa y prepárala para su
futuro reinado– volvió a decir el hombre – Puedes retirarte y que te acompañen
los Dioses.
- Solo usted, mi señor – respondió Shura. Esa
era la respuesta que Urano deseaba escuchar de todos los habitantes a su cargo.
Esas palabras eran un ensalce de su grandeza y de su poder culminándolo a un
ser supremo.
Urano la observó
marchar y con un gesto de mano hizo desaparecer la puerta estelar, aliviado de
eliminar el calor que irradiaba.
Otra vez una fresca
brisa volvió a correr bajos las anchas columnas de granito.
-¡Estas muy benevolente liberando esclavos! ¿A
qué se debe eso, mi señor? – preguntó Ovidio Dante acercándose al Dios.
Urano se encogió de
hombros con indiferencia:
-Por alguna extraña
razón esta mujer mía se ha encariñado con la esclava y desea que viva la
experiencia de los mortales.
- ¿logrará sobrevivir? – dudó Ovidio.
Urano se encogió de hombros. Ya lo había
hablado con Gea y está, estaba convencida que Shura la divertiría enormemente a
través de la ventana. ¿Qué mejor protección para la joven esclava que la
mismísima Gea?
- Debe de ser por algo
muy importante- insistió Dante acercándose a una cómoda
silla de tijeras.
- Ocultará a la última
descendiente de la dinastía Kauri. Han asesinado a la familia real y ahora
todos los protectores vendrán en busca de alguien que los guie. Me temo que
desencadenaran una guerra y perderán sus almas guardadas.
-Lo evitaras ¿verdad?
- No está en mis manos ni el destino de ellos
ni el de las almas. Cuando Kauri regrese en edad adulta deberá tomar las
riendas de nuevo.
-Lo que yo digo - asintió Ovidio – muy
benevolente.
Urano asintió y se
tendió en un hermoso diván color crema. Un siervo vestido con una diminuta
falda corrió a llevarle una copa de vino y una bandeja de higos secos rellenos
de nueces. Desde que el dios descubriera por casualidad aquel manjar, se había
enviciado con ellos.
Urano había nacido de
Gea, la Diosa de la tierra y más tarde él la convirtió en su esposa. Su
existencia era plácida y tranquila en Argos. A veces demasiado tranquila para
Gea que la gustaba volver locos a los mortales de vez en cuando, más no, porque
para eso estaba Urano allí, para vigilarla.
-Gea vivirá la vida de
su sierva a través de la estela. Estará entretenida durante una larga temporada
y yo podré aprovechar para preparar la partida hacía los juegos olímpicos. Este
año poseemos los mejores dramaturgos de todo el Peloponeso.
-Te felicito por eso mi señor – Ovidio agitó
la copa a su salud y bebió el contenido de un trago.
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