Capítulo 3
Farah despertó bañada
en sudor. La imagen de lo ocurrido se le apareció ante los ojos.
¿Cómo podía haber sido
tan estúpida como para haber salido con Corinna a encontrarse con un hombre?
Miró a su alrededor
tratando de identificar el lugar en el que estaba. Era un estrecho cubículo
revestido de madera y el potente olor salado del mar se masticaba.
Encontró a Corinna y se
acercó a ella, despertándola.
― ¿te encuentras bien Corie?
La muchacha, con ojos
asustados, sollozó:
― ¿Quiénes son esos
hombres Farah? No reconocí a ninguno que fuera de la escolta de Caleb.
―Creo que son españoles. Puede que hayan
venido a buscar a la prisionera de padre.
―Me buscaban a mí.
Farah asintió pasándose
la lengua por los labios. Los tenía resecos y le dolía muchísimo la mandíbula.
Sabía que Abu devolvería a la española a cambio de Corinna, pero no lo haría
por ella. Por otro lado tampoco podía exponer a su hermana al odio de esos
hombres, mucho menos cuando supieran lo que Abu había hecho con la muchacha.
― Todo se arreglará, ya lo verás. – Farah miró
alrededor. La luz de la luna penetraba por una redonda claraboya.
―Si se enteran que yo soy Corinna me harán
mucho daño. – Gimió con angustia– ¡ay, Farah, nunca debí arrastrarte conmigo!
―No dejaré que te pase nada – prometió,
pensando con rapidez. – dame todas tus
joyas, no deben verte con ellas. Deben pensar que eres una simple sirvienta.
Por lo pronto seguiré haciéndome pasar por ti. No se te ocurra ir a meter la
pata.
Corinna obedeció.
― Me gustaría ser tan valiente como tú. Si lo
fuese no dejaría que cargaras con las culpas.
― No
te voy a permitir que me lleves la contraria. Esto es demasiado peligroso para
ti Corie.
Estaban en un cuarto de cuatro paredes, una
puerta y el ventanuco, sin ninguna clase de mobiliario. El suelo estaba frio, húmedo y desprendía un
olor rancio y putrefacto, como si utilizaran ese sitio para hacer necesidades
fisiológicas. Olía a retrete. Una peste nauseabunda.
La puerta se abrió
bruscamente y el musulmán de antes asomó la cabeza por la abertura.
― Corinna sígueme.
― ¿Y
si no lo hago?
―
Tendré que llevarte a la fuerza.
Farah tragó con
dificultad y miró a su hermana con una chispa de coraje en sus ojos qué quiso
fuera tranquilizador.
El hombre la guió por
un largo corredor. El olor del mar allí era más fuerte.
― ¿Dónde
estamos? ¿Esto es una embarcación?
El hombre asintió con
la cabeza.
Farah se sintió morir.
¿Dónde las llevaban?
―
¿Qué van hacer con mi sirvienta?
― Eso
no es asunto mio.
― ¿De
quién entonces?
Él no contestó y la
hizo ascender por una escalera estrecha.
Una brisa fresca y agradable agitó el pañuelo de seda que cubria su
cabeza. Aún tenía la túnica negra sobre sus ropas y el calor era insoportable,
no estaba acostumbrada a estar tan abrigada.
Su corazón comenzó a galopar salvajemente cuando descubrió que la
embarcación era un enorme galeón de grandes dimensiones que se balanceaba en la
oscura negrura que los rodeaba. Un inmenso mar negro como el infierno.
Sobre la cubierta había
farolillos y lámparas de aceite de ballena marcando la silueta del barco,
también había algunos hombres entre las sombras haciendo sus tareas o
simplemente conversando.
Levantó los ojos por
inercia hacía el palo mayor donde ondeaba una bandera negra. Recibió un fuerte
estremecimiento y achicó los ojos.
¡Piratas!
―El almirante desea hablar contigo.
Farah bajó la cabeza
respirando con fuerza y se frotó la barbilla donde empezaba asomar un cardenal.
― ¿Qué es lo que quieren?
― Te lo dirá el almirante.
― ¿es por la española?
―Así es. Él te va hacer unas preguntas y
tienes que responderlas. Me llamo Ayoub y te ayudaré a entender las palabras
del almirante pero procura no enfadarle, ya no le queda ni pizca de paciencia.
Farah asintió y apretó
los puños contra sus piernas. Prometió ser sincera. Les diría donde se
encontraba la muchacha y como podían sacarla de allí.
― ¿Dejaran después que me vaya?
Ayoub se encogió de
hombros.
― No
depende de mí.
Farah trató de esconder
sus propios miedos bajo una apariencia tranquila y serena. Siempre había vivido
con la protección de Abu y nunca había esperado que llegara un momento como
aquel, aunque sabía que su padre tenía numerosos enemigos y más que se iba
creando con el paso de los años.
Ayoub abrió la puerta y
Farah entró con piernas temblorosas en un elegante camarote. El hombre alto que
antes la había cogido del cuello se levantó de una silla en el momento de
verla. Su figura era temible así como su rostro frio y duro. Sus ojos, ahora
los vio con claridad, eran dos acerados lagos azules. Era un hombre muy guapo
aunque tenía una expresión que asustaba. Farah tragó con nerviosismo el nudo de
su pecho. De una rápida pasada descubrió a otro sujeto que esperaba de pies
cerca de una ventana cuadrada. Este vestía una casaca de oficial y su rostro
expresaba tanta furia como la del moreno. Varias lámparas iluminaban el lugar
con un tono dorado amarillento que bailoteaba sobre las paredes.
El alto moreno murmuró
algo al musulmán al tiempo que a ella la taladraba con la mirada.
― Dice que te quites el velo de la cabeza.
― ¡no puedo hacerlo! Va
en contra…. – se calló repentinamente cuando de manera peligrosa el español dio
un paso hacia ella. Sin demorar ni un segundo deslizó el pañuelo al cuello
descubriendo su rostro y el cabello. Su lustrosa melena cayó sobre los hombros
y la espalda lanzando destellos cobrizos de oro y fuego.
¿Qué importaba si Abu la había dicho que
llevara siempre el pelo cubierto en su presencia? Él no estaba y ella no
pensaba discutir con esos hombres.
Diego Salazar se quedó parado un momento. No
había esperado que Corinna fuera tan bella. Había sido una suerte que al
preguntar a los hombres de aquel poblado sobre la familia de al Rashed le
hubieran dicho que esperaban a su hija. Se había informado y le habían contado
que la joven odiaba a los extranjeros. En ese momento le pareció algo extraño
pues ella misma lo parecía con aquella espesa melena cobriza. Unos cabellos
preciosos que bajaban escalonados hasta la cintura. Sus ojos eran grandes,
rasgados y de un profundo color verde, rodeados de pintura negra que los volvía
más grandes y profundos. Dos esmeraldas en un rostro de rasgos perfectos,
tersas mejillas y redondeado mentón. Era una muchacha alta y esbelta aunque la
túnica que llevaba le hacía parecer pequeña y sumamente delgada.
Otra cosa que Diego también
había escuchado era que adoraba las joyas, y por el sonido inconfundible que
hacían sus manos al moverlas, imaginó que estaría cubierta de pulseras. Una
niña consentida a la que su padre tenía en palmitas. Si así era, pronto
acabaría con su cometido.
Al ver el miedo en los
ojos de la joven pensó en el terror que su hermana estaría viviendo. No quería
ser condescendiente con la hija de al Rashed, sin embargo sintió una repentina
punzada de ternura ante su juventud que reprimió al sentarse en la silla de
nuevo. Él no era ningún salvaje.
La hizo una señal para
que ella también tomara asiento. Ya de momento estaba siendo más amable de lo
que había querido ser aunque deseaba liberar su rabia con todo el odio de su
corazón.
Ayoub se acercó hasta ellos para traducirles.
―Estoy buscando a mi hermana Ana Lisa y me han
dicho que la tiene tu padre. Háblame de ella.
Farah le miró mientras
hablaba. La voz del almirante había adquirido un tono más cálido y suave que al
principio. Relajado era un hombre muy atractivo y agradable de ver. Tenía la
piel bronceada, hombros anchos y unos labios muy excitantes. Su mirada más
calmada, era como el mar de verano en el horizonte.
La joven escuchó al musulmán
y asintió.
― Esa muchacha llegó a la casa hará dos semanas
y media. Mi padre la tiene encerrada en una celda porque ella no demuestra
respeto – prefirió evitar decirle que la habían violado. Sabía que contárselo
solo ayudaría a cavar su propia tumba y la de Corinna. – Escuché decir que
quieren venderla muy pronto pero no sé a quién. En estos casos los que suelen
beneficiarse son… los generales o… soldados.
― ¿Cómo se encuentra
ella? ¿Ha sufrido daño alguno?
Farah no podía mentir
al respecto por mucho que le hubiera gustado, pero los castigos de Abu eran
bastantes oídos en la ciudad. Ella misma aún tenía en la espalda secuelas de
las heridas sufridas por su rebeldía.
―Latigazos.
El almirante golpeó la
mesa con el puño cerrado cuando escuchó la traducción y todo lo que había
encima dio un bote, incluida Farah que dejó de respirar. El corazón tronaba en
sus oídos como tambores de guerra. La compasión que había podido ver en sus
ojos azules escasos segundos antes, fue sustituida por una frialdad absoluta.
De nuevo él le dijo algo a Ayoub.
Farah miró al musulmán
esperando que la tradujera pero él se limitó a tomarla del brazo haciéndola
ponerse en pie.
Se asustó. ¿Iban a
matarla ahora?
―Yo sé dónde se encuentra la española, puedo
indicarles…
Ayoub negó.
―El almirante hará un intercambio.
― ¿un intercambio?
―vamos muchacha, no le hagamos irritar más
todavía.
Ella miró al almirante
resistiéndose a salir. Sabía que Abu nunca entregaría a la española por ella.
―Pero…
Ayoub la arrastró de
nuevo sin darle ninguna opción de seguir hablando.
― ¡Tiene
que soltarme! Yo puedo ayudarlos.
―No necesitamos nada de ti, ya has respondido
lo que se te ha pedido.
― ¿Y
qué va a pasar ahora?
― Cuando
llegue el momento lo sabrás.
Ayoub no quiso seguir
hablando con ella y otra vez la llevó al cuartucho donde estaba su hermana.
Apenas las dio tiempo de abrazarse cuando el hombre se llevó a Corinna. Por lo menos a Farah no la pareció que Ayoub
fuese tan rudo con su hermana como con ella y en parte eso calmó un poco su
ansiedad.
― Ten un poco de sensatez hermana – susurró para
sí misma, con los dedos fuertemente cruzados.
*************
Corinna estaba tan
aterrada que su cuerpo temblaba incontrolablemente cuando la hicieron sentar en
una alta silla del camarote del almirante.
― Puedes decirla que no tenemos nada en
contra de los sirvientes de al Rashed – le dijo Diego al musulmán. – Que te
hable de él.
Ayoub fue traduciendo
las palabras de la joven:
―El Sultán Abu al
Rashed es un hombre muy cruel y vengativo. Le gusta humillar a las extranjeras
e imponerlas su poder. La luna pasada desfloró a la española y todos pudimos
escuchar sus gritos de dolor. Quiere venderla a principio de semana en cuanto
sus heridas terminen de cicatrizar. Farah, la hija mayor de Abu fue la única
persona que pudo acercarse a la mujer a cuidarla y ayudarla. Por ello
seguramente sufra un castigo intenso y doloroso.
Diego observó a la
sierva que gimoteaba, al tiempo que por las finas mejillas rodaban gruesos
lagrimones.
― ¿Por qué su hija mayor hizo eso? – quiso
saber.
Volvió a esperar a que su hombre le tradujese.
― Farah es la hija de una esclava inglesa. Odia
a su padre y no comulga con sus actos. De hecho apenas tiene una religión
definida ya que su madre abraza el cristianismo. Sin embargo Abu se niega a que
abandone su hogar.
Diego se giró a la
ventana para que ni Guzmán ni Ayoub pudieran ver la dolorosa angustia en sus
ojos azules. Apoyó las manos en el quicio con tanta fuerza que sus nudillos se
tornaron blancos y maldijo a Corinna por no haber sido totalmente sincera con
él. ¡Claro! ¿Qué podía esperar de la hija de un violador y un asesino? Posiblemente
temiera correr con la misma suerte, y no estaba muy equivocada. En aquel
momento Diego estaba tan lleno de ira y sed de venganza que todo lo que llevaba
dentro, se prometió, se lo haría pagar a la adorada hija del Sultán con creces.
―Devolver a la sierva a tierra y que lleve una
misiva a ese hombre. La vida de mi hermana a cambio de la de su hija.
― ¿te encuentras bien? – preguntó Guzmán
cuando se quedaron solos. Diego seguía observando la negra oscuridad por la
ventana. El reflejo de la luna sobre el océano brillaba como una gigantesca
perla flotando a la deriva cuando gruesas nubes la descubrieron. Se avecinaba
tormenta.
―Sabía que esto iba a pasar – contestó él
levantando una mano a la altura de su cabeza. Con el puño cerrado golpeó en el
marco de la ventana. Sentía un fuerte nudo en su pecho imaginando a la pequeña
Ana Lisa a merced de ese hombre. Una rabia enfermiza le volvió loco.
―No tardaremos en recuperarla – dijo Guzmán
queriendo apaciguarle. En ese momento no sabía que palabras utilizar para
calmar a su amigo. Cualquier cosa que dijera no iba a ser suficiente para
aliviar el dolor que el otro sentía. Por lo menos estaban satisfechos de saber
que la joven Salazar aún seguía con vida.
Diego respiró con
fuerza y cerró los ojos evitando que la humedad saliera en forma de lágrimas.
Se volvió hacía el centro del camarote sin mirar a ningún punto exacto y al
cabo de unos segundos se colocó en las caderas el sable que había dejado
colgado en un perchero de la pared. Guzmán no trató de detenerle cuando él
salió del puente con largas zancadas. Sabía que iría a ver a Corinna y solo
Dios sabía lo que se proponía.
Farah dio un respingo
cuando la puerta se abrió con fuerza por segunda vez en esa noche. Estaba
acurrucada en un rincón de la habitación y cuando alzó la mirada solo pudo
distinguir las largas piernas enfundadas en unas altas botas oscuras. La hoja
del sable brilló con la luz de la luna cuando su reflejo la atrapó por unos
segundos. Iba a levantarse pero entonces el hombre la enganchó del cabello y la
incorporó él mismo haciéndola gritar.
Él dijo algo,
empujándola contra la pared.
Ella no podía
entenderle.
La cabeza de Farah
golpeó contra la madera y sus ojos se abnegaron en lágrimas. No solo por el
dolor que el hombre le causó si no porque vio toda su rabia y supo que Corinna
le había confesado la verdad sobre la suerte de la española. Gimió.
Él gritó algo, agarró el cuello de la túnica
de la muchacha y le desgarró las prendas arrancándoselas del cuerpo. Sufrió un
impacto cuando la vio con un corto corpiño azul brillante, rodeado de flecos
plateados, que acariciaban un vientre liso y una espalda delgada. Más abajo de
las caderas, nacía una falda de gasa del mismo tono, que dejaba las esbeltas y
torneadas piernas a la vista. Llevaba pulseras en ambos brazos y en los
tobillos. Una fina cadena de oro rodeaba su cintura con una esmeralda circular
cubriendo su ombligo. Una piedra del color de sus ojos verdes.
Aquella mujer tenía una
belleza sublime e inigualable. Cualquier hombre habría dado su vida por
poseerla y él tenía una excusa para hacerlo. Escuchó lo que creyó que era una
súplica mientras ella alzaba las manos para detenerle. La ignoró. Con un
manotazo la apartó las manos y luego la cogió de las muñecas llevándolas sobre
la cabeza de ella. Se inclinó sobre su cuello y hundió la boca en el hueco
queriéndola marcar con los dientes. No lo hizo. Sintió su aroma exótico de
algún perfume floral y la cordura se asentó en su cabeza. Él no era como el
Sultán. No era un maldito violador. Gruñó.
Farah dejó de luchar
cuando notó la respiración profunda del español sobre su cuello. Seguía sujetándola
las manos pero ya no le hacía el mismo daño que al principio, sin embargo sintió
el calor que él desprendía, la presión del fornido pecho sobre el suyo, la
caricia de los negros cabellos rozando su mentón y sus senos.
―No me hagas daño – le suplicó con un corto
sollozo. Podía escuchar el corazón del hombre latiendo con fuerza contra el
suyo. No debía ser fácil saber que su hermana había sido violada. Si a Corinna
le hubiera sucedido algo parecido Farah se habría muerto de rabia y aflicción.
Él alzó la mirada hasta
la verde de ella y sus ojos recorrieron sus lágrimas. No debía tener consideración
con ella – se repitió ― le habían dicho que tenía tantos prejuicios como el
padre, sin embargo ella le miraba con miedo y compresión, como si entendiera su
pena y ¡maldita sea si deseaba su compasión!
Con violencia se apoderó de sus labios. Ella
los cerró con fuerza pero Diego se abrió paso entre ellos con la lengua
imponiéndose en su interior. Temió por un momento que la joven le mordiera,
pero no lo hizo. Se quedó quieta dejándole recorrer la cavidad con su lengua,
evitando que tocara la suya, esquivándole. Sollozaba en silencio.
Diego dio por
finalizado un beso frio y sin sabor y la soltó las manos. Respiró con
dificultad, más que nada porque el dulce aroma que ella desprendía lo estaba excitando
de verdad. Con un paso atrás y respirando trabajosamente la miró con el más
puro desdén. No estaba muy seguro de que ella pudiera ver su mirada solo con la
luz de la luna que penetraba por la ventana pero no le importó. Paseó la vista
por el estrecho cuartucho y sonrió satisfecho.
― Sé que no me entiendes, pero mañana te
impondré un castigo y me servirás mientras este en estas tierras.
Farah, sin atreverse a
moverse de la pared, le miró con los labios hinchados y temblorosos. Todavía
podía sentir la lengua áspera del español en el interior de su boca. No sentía
asco, él sabía muy bien pero le había hecho daño. La dañaba con sus furibundos
ojos de hielo que la miraban insultantes.
Él se llevó las manos
al cinturón de manera amenazante. Con un sollozo, y agitando la cabeza, Farah se
dejó caer sobre el frio suelo del cuarto en actitud suplicante. Ella no merecía
toda aquella rabia. No había hecho nada. Si hubiera podido entregarle la cabeza
de Abu lo hubiera hecho encantada.
Diego salió de allí y
posó la espalda en la puerta. A través de la madera podía seguir escuchando el
llanto angustioso. Otra vez pensó en su hermana. Le hubiera gustado que alguien
pudiera consolarla como él mismo deseaba hacer con la musulmana, no obstante se
marchó de allí antes de sucumbir al hechizo que aquellos ojos verdes y ese cabello
cobrizo ejercía en él. En cubierta respiró
el aire de la noche tranquilizando sus nervios.
―No has podido hacerlo ¿verdad? – la voz de Guzmán
le sorprendió tras él pero se resistió a mirarle. Agitó la cabeza negando.
― ¡No soy como el maldito Sultán! – Escupió
con rabia – pero no tengo que violarla para hacerla sufrir – por fin giró solo
la cabeza para observar a su amigo que con rostro serio oteaba el oscuro
horizonte. – Quiero que a partir de mañana me sirva. Será mi esclava. Esta
noche déjala dormir donde está.
―Salazar, si tú no eres capaz aquí hay muchos
hombres que no pondrían ningún reparo.
El almirante no
contestó. Con toda seguridad si dejaba a la joven en cubierta, probablemente no
durara intacta ni dos segundos. De buena gana lo habría hecho, sobre todo si no
la hubiese visto, ni olido su perfume. Pero ellos no eran así.
Siempre había tenido la
convicción de que las mujeres más bonitas eran las españolas con sus cabellos
oscuros y de fuerte pasión. Hubo una vez que conoció a una inglesa que si bien
le pareció graciosa, se cansó de su pelo color zanahoria y la multitud de pecas
que inundaban sus mejillas, pero esta musulmana… Su piel era como el terciopelo
de un color oliváceo, un bronceado dorado y exótico. Sus ojos grandes,
rasgados, signo evidente de las personas de aquel país, pero eran
sorprendentemente verdes, casi translucidos, como si no fueran reales. Su boca
de labios sugestivos y generosos era deliciosa a pesar de lo tensa que había
estado bajo los suyos. Casi creyó adivinar que jamás la habían besado. Pero sin
duda, el cuerpo de esa mujer… era de ensueño y quitaba el aliento. Alta,
espigada, con unas piernas preciosas, una cintura maravillosa, un vientre que
invitaba a ser lamido y unos senos que con toda seguridad hubieran estado
perfectos para el hueco de sus manos.
Se obligó a pensar en
Carmen y entonces se dio cuenta que llevaba mucho tiempo sin estar con una
mujer. Pronto iba a solucionar esa situación. Le dio a Guzmán la orden de
soltar el ancla y dirigirse a la ciudad de Esmirna. Aquel lugar quedaba
bastante alejado de las dependencias de Abu y en su puerto moraban gente de
diferentes nacionalidades. Según Ayoub los mejores garitos y locales de
prostitución se encontraban allí. Además debían moverse antes que el Sultán
supiera que tenía a su hija en su poder. No se iba a quedar quieto mientras el
otro preparaba una ofensiva. Al contrario, haría que el destructor azul se
moviera continuamente a lo largo de la costa, de este a oeste. El intercambio
se celebraría en tierra firme, un lugar que Diego elegiría y donde no pudieran
tenderle una trampa.
Maldiciendo su mala
fortuna se encerró con Guzmán en la recamara y bebieron hasta las primeras
luces del alba.